Hay varios tipos de
apego. Tenemos en primer lugar el apego al hábito de buscar gratificación sensual.
Un adicto se droga porque desea experimentar la sensación agradable que la
droga le produce, a sabiendas de que haciéndolo refuerza su adicción. De la
misma forma somos adictos a la condición de desear, tan pronto satisfacemos un
deseo, generamos otro. El objeto es secundario, el hecho es que tratamos de
mantenernos en un estado constante de deseo porque nos produce una sensación
agradable que queremos prolongar.
Desear se convierte
en un hábito que no podemos romper, en una adicción, y de la misma manera que
un toxicómano va desarrollando gradualmente tolerancia hacia la droga elegida y
cada vez necesita una dosis mayor para intoxicarse, nuestros deseos se aprestan
a robustecerse cuanto más tratamos de satisfacerlos. Así nunca ponemos fin al
deseo, y, en tanto sigamos deseando, no podremos ser felices.
Otro gran apego es el
«yo», el ego, la imagen que tenemos de nosotros mismos. Para cada uno, ese «yo»
es la persona más importante del mundo. Nos comportamos como un imán rodeado de
limaduras de hierro que automáticamente las ordenará en torno a sí mismo.
Tratamos instintivamente, con la misma falta de reflexión, de ordenar el mundo
con arreglo a nuestro gusto, buscando atraer lo agradable y repeler lo
desagradable. Pero nadie está solo en el mundo, cada «yo» está abocado a entrar
en conflicto con otro «yo». El modelo que cada cual intenta crear se ve
perturbado por los campos magnéticos de los otros, e incluso nosotros mismos
llegamos a convertirnos en objetos de atracción o repulsión. El resultado no puede
ser otro que infelicidad, sufrimiento.
Además, no limitamos
el apego al «yo», sino que lo ampliamos a lo «mío», a lo que nos pertenece.
Todo el mundo desarrolla un gran apego a sus posesiones, porque las asocia
consigo mismo, porque sustentan la imagen de su «yo». Este apego no nos
causaría problemas si lo que llamamos «mío» fuese eterno y el «yo» durase
eternamente para disfrutarlo. Pero lo cierto es que, tarde o temprano, el «yo»
se separa de lo «mío»; ese momento no tiene más remedio que llegar y, cuando
llegue, el sufrimiento será tanto más grande cuanto mayor sea el apego al
«mío».
Pero el apego todavía
va más lejos, se extiende a las opiniones y creencias. No importa cual sea su
contenido, no importa si son correctas o erróneas, si estamos apegados a ellas,
con toda certeza nos harán infelices.
Todos estamos
convencidos de que nuestro criterio y tradiciones son óptimos y nos sentimos
trastornados cuando oímos que los critican. Nos trastornamos de nuevo si
intentamos explicarlos y no nos los aceptan, pues no acertamos a reconocer que
cada persona tiene sus propias creencias. Es de todo punto fútil discutir sobre
qué opinión es la correcta, sería mucho más provechoso desechas todas las ideas
preconcebidas y tratar de ver la realidad, pero nuestro apego a los puntos de
vista nos impide hacerlo, manteniéndonos en un estado de infelicidad.
Nos queda, por
último, el apego a los formalismos y ceremonias religiosas. Tenemos tendencia a
enfatizar las expresiones externas de la religión en detrimento de su significado
fundamental y a pensar que quien no realiza esas ceremonias no puede ser una
persona verdaderamente religiosa. Olvidamos que, sin su esencia, el aspecto
formal de la religión es una cáscara vacía. La piedad en los rezos o en la
realización de ceremonias no tiene ningún valor si la mente sigue llena de ira,
pasión y malevolencia. Para ser de verdad religiosos, debemos desarrollar el
talante religioso: pureza de corazón, amor y compasión por todos. Pero nuestro
apego a las formas externas de la religión nos lleva a conceder más importancia
a la letra que al espíritu.
Olvidamos la esencia de la religión y así seguimos
siendo desgraciados.
Todos nuestros
sufrimientos, sean cuales sean, van asociados a uno u otro de estos apegos. van indisolublemente unidos.
(Extracto de "La
Vipassana. El Arte de la Meditación Budista", Edaf, Madrid 1994)