jueves, 28 de marzo de 2013

ISLAM: La leyenda del astrólogo árabe... parte 1




En tiempos de la antigüedad, hace cientos de años, vivió un rey moro, el llamado Aben Habuz, que tomó asiento en el trono de Granada. 
Llevó en sus días de juventud una existencia plena de aventuras y conquistas, y cuando se vio menoscabado de salud y en decadencia, no deseaba otra cosa sino vivir en paz con el mundo, para acariciar plácidamente los laureles que obtuvo en sus días de gloria y gozar así de las posesiones que supo conquistar a sus vecinos. 
Ocurrió, empero, que a tan débil y apacible anciano le salieron rivales jóvenes, príncipes vigorosos que ansiaban la guerra y la gloria, los cuales le pidieron cuentas sobre los saqueos y pillajes con que había sometido y castigado a sus padres. Se manifestaban en rebelión contra Aben Habuz, así, e intentaban invadir su capital y ciertas y prósperas comarcas del territorio de su reino, a las que el soberano trató antaño con mano férrea, cuando era joven y poderoso.

El caso fue que Aben Habuz tenía, en su vejez, enemigos por doquiera, en todas las lindes de su reino, y que esos enemigos eran fuertes entonces y estaban decididos a avasallarlo como fuera y sin piedad; y como Granada está rodeada de altas montañas que impiden observar los movimientos de una tropa que se acerque a la ciudad, el atribulado rey se vio obligado a sostener un incesante estado de alarma y vigilancia, no sabiendo de dónde podría llegarle el ataque que lo amenazaba. 
Fue en vano que erigiese atalayas en las alturas y que plantara centinelas en todos los accesos, con órdenes estrictas de encender hogueras de noche y de levantar durante el día humaredas apenas se aproximara al reino un grupo nutrido cualquiera, en actitud belicosa o no… Sus enemigos, también en alerta, burlaban tales precauciones y se mostraban dispuestos a cruzar el desfiladero menos conocido y más difícil de salvar, para arrasar así las tierras de Aben Habuz ante sus mismos ojos, tomarle muchos prisioneros y volver a las montañas con un botín extraordinario. ¿Hubo alguna vez alguien en situación más dramática entre todos los monarcas valetudinarios y pacíficos a la fuerza?

Aben Habuz, muy preocupado ante tales perspectivas, asaeteado de continuo por los disgustos y los sinsabores, acertó a llevar a su corte a un médico y astrólogo árabe, ya muy anciano; la barba, blanca como la nieve, le llegaba a la cintura; no se le podía calcular la edad, mas por su aspecto estaba claro que tenía muchísimos años; no obstante su ya larga existencia, había hecho a pie todo el camino desde Egipto, sin más ayuda que la de un báculo tallado en jeroglíficos. Tenía por nombre el de Ibrahim Ebn Abu Ayud y atesoraba gran fama, diciéndose de él que vivía desde los días del mismísimo Muhammad (BPD), hijo de Abu Ayub, el último de los fieles que siempre acompañaron al Profeta (BPD) . Ya en los días de su niñez, Ibrahim había seguido a los ejércitos de Amru que entraron en conquista en Egipto, donde se estableció para estudiar las ciencias ocultas, demonología, hechicería, y particularmente la magia, con los sacerdotes de los faraones. 
Se decía, sobre todo lo anterior, que había develado el secreto acerca de cómo prolongar la vida, con cuya virtud consiguió alargar la suya propia de tal manera que pasaba ya de los dos siglos, a pesar de que, según contaba él mismo, no había conseguido dar con aquel secreto hasta que la mucha carga de sus años le pesaba ya terriblemente, razón última de que lo único que consiguió hacer perenne en sí mismo fueran las arrugas y los blancos cabellos.

  
Hombre así de maravilloso fue recibido con la mayor solemnidad por el rey, quien, al igual que gran parte de los monarcas que alcanzaban la edad provecta, dispensaba un trato de favor muy especial a los médicos. Le ofreció aposentos en palacio, pero el médico y astrólogo prefirió habitar una cueva en la falda de la montaña que se alza soberbia sobre la ciudad de Granada, el mismo lugar donde más adelante sería erigida la Alhambra. 
Hizo que se ampliara la cueva hasta convertirla en una sala espaciosa y de techo alto, donde ordenó que abrieran un agujero circular, tan grande como la boca de un pozo, para poder ver a su través el firmamento y contemplar los astros incluso bajo el sol del mediodía. Escribió jeroglíficos egipcios en las paredes de la cueva, cubriéndolas, pues, de signos cabalísticos y de reproducciones de los planetas y de las estrellas en sus constelaciones completas. En una palabra, llamó a su lado a los artesanos granadinos más reputados, a los que dirigió en la construcción de útiles y de artefactos varios, cuyas propiedades secretas, sin embargo, a nadie reveló.

En muy poco tiempo pasó a convertirse el muy sabio Ibrahim en el consejero más querido por el rey, que le pedía opinión ante cualquier dificultad o duda que se le planteara. Clamaba un día Aben Habuz contra la injusta enemistad de sus jóvenes vecinos, y lamentaba verse obligado a mantener tan desasosegada vigilancia sobre su reino, cuando al acabar su exposición y cesar en sus lamentos, el astrólogo, tras guardar un largo silencio, dijo al fin: «Sabed, ¡oh!, rey, que hallándome en Egipto presencié una maravilla sublime, ideada por una sacerdotisa pagana de la antigüedad… En la cumbre de una montaña que se eleva sobre la ciudad de Borsa, y que mira al gran valle del Nilo, había una figura de morueco, y encima la de un gallo, ambas fundidas en bronce, que giraban sobre un eje… Cuando corría el país peligro de invasión, se volvía la figura del carnero hacia donde venía el enemigo y comenzaba a cantar el gallo… Los moradores de Borsa sabían así, no sólo del peligro, sino del lugar por donde se aproximaba la tropa, y podían prepararse para la defensa de su tierra con antelación suficiente».

 —¡Dios es grande! —exclamó el pacífico Aben Habuz—. ¡Qué preciado tesoro sería para mí poseer un morueco como ése, alerta sobre las montañas que rodean mi reino, y otro gallo igual que lanzara su canto ante la amenaza…! ¡Alá Akbar! ¡Cuán plácidamente podría dormir en mi palacio con esos centinelas!



Dejó el astrólogo y médico que cediera el entusiasmo primero del rey, para decirle las siguientes palabras: 

—Cuando el victorioso Amru, a quien tenga Dios en el Paraíso, hubo concluido la conquista de Egipto, me uní yo a los sacerdotes para estudiar los ritos y ceremonias de su fe idolátrica, pues albergaba la esperanza de convertirme en maestro de los conocimientos ocultos que tanto renombre les han procurado a lo largo de los tiempos… Estaba sentado un día a orillas del Nilo, en conversación con un venerable anciano del lugar, un sabio sacerdote, que me señaló las poderosas pirámides y me dijo: «Todo cuanto pudiéramos enseñarte es nada comparado con la sabiduría que se encierra en esas enormes moles… 
En medio de la pirámide central hay una cámara sepulcral que guarda la momia del sacerdote supremo que ayudó a erigir tan imponente obra, y con él está enterrado un maravilloso libro de erudición suma, que contiene los secretos de la magia y de las artes todas… 
Ese libro le fue entregado a Adán después de su caída, y llegó, generación tras generación, a manos del Rey Salomón, el más sabio, con cuya ayuda edificó el Templo de Jerusalén… ¡Sólo el que conoce todas las cosas, sólo el Misericordioso, sabe cómo poseyó ese libro el arquitecto de las pirámides!»

Fijos sus ojos en Aben Habuz, Ibrahim hizo una pausa y prosiguió de esta manera:

—Ardió mi corazón en anhelos, prontamente, de convertirme en dueño de aquel libro mágico. Podía disponer de muchos soldados de nuestro ejército conquistador, puestos bajo mis órdenes, y de las manos de muchos egipcios, y utilizándolos, me dediqué al fin a mi empeño… Conseguimos, no sin fatigosos esfuerzos, horadar la sólida construcción de la pirámide hasta acceder a una estrecha galería que parecía un paso interior y secreto. Lo recorrí hasta llegar a un intrincado laberinto que me condujo al fin hasta el mismo corazón de la pirámide, y de inmediato a la cámara sepulcral donde yacía desde hacía varios siglos la momia del gran sacerdote. Feliz y dispuesto, abrí las arcas de la momia, desdoblé muchas de sus fajas y vendas, y al fin hallé en su pecho el preciado tesoro que era aquel libro… Lo tomé con manos que me temblaban de emoción, y busqué a tientas la salida de la pirámide, dejando la momia en su tenebroso sepulcro, a la espera silenciosa del día del Juicio Final.

—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! —dijo entonces el rey Aben Habuz—. Gran viajero has sido y muchas las maravillas que han contemplado tus ojos… Mas, ¿de qué me sirve a mí el secreto de la pirámide, de qué ese libro de los conocimientos del sabio Rey Salomón?

—¡Oh, rey! —dijo entonces el astrólogo—, estudiando ese libro he aprendido todas las artes mágicas y puedo por ello conjurar los genios que me ayuden a llevar adelante mis planes, sean los que sean… Domina ya mi saber el misterio del talismán de Borsa, y puedo convertir ese talismán, gracias a mis conocimientos, en una de las mayores gracias a vuestro servicio.

—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! —le respondió el rey con entusiasmo—. Vale más para mí ese talismán que todas las atalayas en las montañas y todos los centinelas en las lindes de mi reino… Dame, ¡oh, sabio hijo de Abu Ayub!, esa salvaguardia, y dispón de las riquezas todas de mi tesoro.
  

Ibrahim, para satisfacer de inmediato los deseos del monarca, se entregó a sus artes. Ordenó que se erigiese una gran torre sobre el palacio del rey, que se alzaba en lo alto de la montaña del Albaicín. Se levantó primero la torre con piedras de Egipto tomadas de una pirámide, y se dispuso en su parte superior una glorieta con cuatro ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales; había ante cada ventana mesas con tableros que presentaban, al modo de un tablero de ajedrez, un ejército miniado de jinetes y de infantes, con la efigie, tallada en madera, del príncipe que gobernaba en el territorio hacia donde miraba cada una de las ventanas. En cada mesa, además, se erguía una lanza también miniada, no mayor que una daga, en la que aparecían ciertos caracteres caldeos. La glorieta se conservaba constantemente cerrada por una gran puerta de bronce, con una cerradura de acero, y sólo el rey tenía la llave.

En la cúspide de la torre había una figura de bronce, que representaba a un lancero moro a caballo, fija a un eje, con el escudo al brazo y la lanza en alto, en actitud vigilante; mas si se acercaba el enemigo, se volvía la figura del moro hacia la parte por donde llegara y preparaba la lanza cual si estuviese dispuesto para el combate. Cuando estuvo acabado el artificio, todo era impaciencia en Aben Habuz, ansioso de comprobar las virtudes del talismán. Suspiraba el rey por ser invadido, tan ardientemente como antes había deseado la paz. Pronto vio satisfechos sus anhelos. 

Una mañana hizo acto de presencia el guardián destinado a la vigilancia desde la torre, manifestando, muy impresionado, que el rostro del jinete de bronce se había vuelto hacia las montañas de Elvira y que su lanza apuntaba directamente al Paso de Lope.

—¡Que toquen llamando a las armas los tambores y las cornetas, para que toda Granada esté en alerta! —ordenó Aben Habuz.

—¡Oh, rey! —dijo entonces el astrólogo—, que no se turbe la paz de vuestra ciudad, ni se llame a las armas a vuestros guerreros, pues no precisamos del auxilio de la fuerza para librarnos de vuestros enemigos. Haced que se retiren vuestros servidores y venid conmigo a la glorieta secreta.

Subió el anciano rey Aben Habuz la escalera de la torre, apoyándose en el brazo del aún más anciano Ibrahim Ebn Abu Ayub. Abrieron la puerta de bronce y entraron; vieron que estaba abierta la ventana que miraba al Paso de Lope.

—En esa dirección —dijo el astrólogo árabe— viene el peligro. Acercaos, ¡oh, rey!, y observad el misterio de la mesa.

Se acercó el monarca al tablero sobre el cual se hallaban dispuestas las figuritas de madera, y con gran sorpresa y deleite contempló que estaban en movimiento; hacían cabriolas los caballos y blandían sus armas los guerreros; resonaban en confuso y sordo clamor tambores y cornetas, el entrechocarse de las armas y los hierros, el relincho de los hermosos corceles… Todo aquel fragor de batalla, empero, no levantaba mayor ruido ni se percibía más distinto que el zumbido de una abeja o de una cigarra en los oídos de quien se ha tumbado en busca de reposo, adormecido a la sombra, en el calor del mediodía.

—Aquí, ¡oh, rey!, tenéis la prueba de que vuestros enemigos se hallan en movimiento, avanzando a través de las montañas… Creo que se encuentran ya en el Paso de Lope… Mas produciréis en ellos el pánico y la confusión, y les obligaréis a batirse en retirada, sin pérdida de vidas, con sólo golpear las figuras del tablero con el regatón de esta lanza mágica… Y si queréis que sea derramada su sangre, y causarles muchas bajas, tocad las figurillas con la punta…

Empalideció entonces Aben Habuz, erizándosele la blanquísima barba. Tembloroso y mortificado por la duda tomó en su mano la pequeña lanza.

—Hijo de Abu Ayub —dijo irguiéndose al cabo, centelleando sus ojos en una llamarada de satisfacción—, quiero que haya derramamiento de sangre.
  

Apenas pronunciadas estas palabras atacó armado de la mágica lanza a las figurillas pigmeas que se movían en la primera fila de la mesa y luego golpeó con el regatón de la lanza a las otras, sobre las que cayeron como muertas las anteriores. Le resultó difícil al astrólogo aplacar la furia de la mano del rey, tan pacífico hasta aquel día, y evitar así que exterminara por completo a sus enemigos. 
Al fin consiguió que el monarca abandonara la torre para enviar una avanzadilla de sus tropas a fin de que explorasen el Paso de Lope. Al regresar sus hombres le dieron cuenta de que un ejército cristiano había llegado casi hasta Granada atravesando el corazón de la sierra; mas que entonces había estallado entre aquellas huestes una gran disensión, que les hizo volverse en armas los unos contra los otros, retirándose después los que salieron vivos de tan terrible carnicería. Aben Habuz parecía en estado de transportación por el júbilo que le invadía, toda vez que había comprobado las bondades del talismán.

—Al fin —exclamó llevado de su gozo— podré disfrutar de una vida tranquila teniendo bajo mi férula a todos mis enemigos. ¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! ¿Qué puedo darte en recompensa por tanta bendición como has hecho que sobre mí se derrame?

—Las necesidades de un anciano filósofo son pocas —dijo el astrólogo—; sólo os pido los medios necesarios para hacer de mi cueva una ermita. Con eso me daré por satisfecho.

—¡Cuán noble y digna de elogio es la morigeración en las costumbres de un hombre verdaderamente sabio! —dijo Aben Habuz, tranquilizado y contento por lo poco que le pedía el astrólogo.

Llamó después el rey a su tesorero, ordenándole de inmediato que pusiera a disposición del astrólogo cuanto precisara para erigir una ermita bien adornada. Dispuso entonces el sabio Ibrahim que se horadase la dura roca para hacer en ella diversos aposentos, de forma que tuviera a su disposición una serie de habitaciones unidas a su sala de astrólogo, y las amuebló con lujosas otomanas y preciosos divanes, cubriendo además las paredes con las mejores sedas de Damasco. «Soy ya muy viejo —decía el astrólogo— y no puedo por ello hacer que reposen mis huesos en un lecho de piedra; estas paredes tienen que estar así de bien cubiertas pues es mucha la humedad que rezuman».

Mandó también que se construyeran allí baños, que usó en adelante con toda clase de perfumes y de las más ricas y aromáticas esencias. «El baño —decía— es necesario para aliviarme las dolencias propias de mi edad y para devolver a mi mente la frescura consumida en mis largas jornadas de entrega al estudio». Hizo Ibrahim que también le colgaran en las habitaciones innumerables lámparas de plata y de cristal, que llenaba de un fragante aceite para quemar, preparado según cierta receta que había descubierto en las tumbas egipcias. Era un aceite perdurable y hacía que de las lámparas dimanara un resplandor tenue como el de la suave luz del alba. «La luz del sol —aseguraba el astrónomo— resulta en exceso deslumbrante y violenta para los ojos cansados de un anciano; la luz de estas lámparas, sin embargo, es la más propia para que un filósofo se entregue a sus estudios».


  
El tesorero del rey Aben Habuz casi gruñía de rabia ante las peticiones de oro que a diario le hacía el astrólogo para su solitario retiro, por lo que llegó a protestar ante el rey. Aben Habuz se encogió entonces de hombros y le dijo: «Seamos pacientes. Este hombre se inspira, para construir su retiro y filosofar tranquilo, en el interior de las pirámides de Egipto y en las inmensas y sobrecogedoras ruinas de aquel país. 
Todas las cosas tienen su fin, y pronto acabarán los arreglos y el adorno de su cueva». Habló con sabiduría el rey, pues no tardó mucho más tiempo en quedar concluida la disposición de la cueva tal y como la quería el anciano, que al fin la pudo ver lucir como un suntuoso palacio subterráneo. El sabio se mostró muy satisfecho, y se encerró durante tres días seguidos, entregado en cuerpo y alma a sus estudios filosóficos. Pero cuando volvió a dar señales de vida, se presentó de nuevo ante el tesorero del rey para pedirle una cosa más:

—Quiero —le dijo— algo que me es muy necesario; quiero un leve asueto para los momentos en que me vea obligado a descansar de mis arduos esfuerzos mentales.

—¡Oh, poderoso Ibrahim! —respondió el tesorero—. Pide, que te daré cuanto tu soledad apetezca… ¿Qué deseas ahora?

—Deseo unas cuantas bailarinas que me entretengan…

—¡Unas bailarinas! —exclamó el tesorero, asombrado.

—Sí, unas bailarinas —dijo con enorme severidad el anciano—. Y que sean además jóvenes y hermosas, para que mis ojos se recreen en ellas, porque la presencia de la juventud más bella alivia el ánimo… Tampoco hace falta que sean muchas… Soy un filósofo de muy buen conformar y de hábitos sencillos, me conformo con poco…

Mientras Ibrahim Ebn Abu Ayub pasaba así de grata y sabiamente el tiempo en su cueva, el antes pacífico Aben Habuz seguía capitaneando guerreras campañas contra las figuritas de las mesas de la torre. Así hacía más grande su gloria un monarca valetudinario como él, que como quien se entrega a una rutina apacible podía disponer del curso de la guerra cómodamente, barriendo desde la glorieta mágica a todos los ejércitos que osaran enfrentársele, más fácilmente que si de acabar con un enjambre de moscas se tratase. Gozaba hasta extremos inconcebibles con eso, que se había convertido en una diversión para él, y hasta urgía a la batalla a sus vecinos, insultándoles y provocando sus incursiones… Mas tantos y tan continuados eran los desastres bélicos que sufrían, que al fin, desesperados, no volvieron a asomarse siquiera a las tierras que gobernaba el anciano monarca. Hubo, así, largos meses de paz en los que pudo quedarse en su quietud de estatua el jinete de bronce armado de lanza y escudo. Pero Aben Hazub, complacido por tal estado de cosas al principio, acabó sintiendo una fuerte nostalgia de su gloria, y se mostró impertinente y de mal humor por el aburrimiento que le causaba aquella monótona paz. Al fin, un día giró bruscamente el jinete de bronce, y bajando la lanza apuntó a las montañas de Guadix. El rey Aben Habuz se apresuró, pues, a dirigirse a la mágica glorieta, ansioso de capitanear de nuevo la ofensiva… Cuál no sería su sorpresa, sin embargo, al ver que las figuritas del tablero mágico permanecían inmóviles. Perplejo, incluso aturdido por lo que tomó por una ofensa, dio la orden de que sus mejores tropas explorasen las montañas, tropas que regresaron tres días después.

—Hemos hecho —le dijo quien mandaba la partida— un reconocimiento detenido del terreno y no hemos visto ni un solo yelmo, ni una sola lanza… No hemos dado más que con una doncella cristiana, de una hermosura deslumbrante, que dormía junto a un manantial sin duda para reparar sus fuerzas agostadas por el calor del mediodía… Cautiva y a vuestra merced está la doncella, ¡oh, nuestro señor y soberano!

—¡Una doncella cristiana de exquisita belleza! —exclamó Aben Habuz con un brillo especial en los ojos—. Traedla rápidamente ante mí.

  
Pronto fue obedecido. Era verdad que su belleza era inenarrable. Estaba ataviada la cautiva con el lujo y los adornos comunes a los hispanogóticos en los años de la conquista árabe. Entretejidas en sus trenzas negras y relucientes, brillaban blancas perlas; en su frente, joyas que rivalizaban con el fulgor de su mirada; en el cuello, una cadena de oro de la que pendía una pequeña lira de plata que le llegaba al seno. Los relámpagos que salían de sus negros ojos refulgentes hicieron que reviviera la llama a punto de apagarse en el corazón de Aben Habuz, que experimentó un dulce mareo ante la voluptuosidad que envolvía a la cautiva.

—Mujer, la más hermosa entre todas las mujeres, ¿quién eres y qué haces? —preguntó el rey a la cristiana, contemplándola como en éxtasis.

—Soy la hija de un príncipe godo que hace no muchos años reinaba en estas tierras… Las tropas de mi padre han sido derrotadas definitivamente, como por arte de magia, en estas mismas montañas. Mi padre está en el destierro, y yo, su hija, sufro ahora como vuestra cautiva…

Ibrahim Abu Ayub se acercó entonces al rey y le dijo en voz baja:

—Cuidaos, ¡oh, Aben Habuz!, de esta mujer, pues puede tratarse de una hechicera del norte, de esas de las que dicen en nuestros países que saben adoptar las formas más seductoras para engañar a los incautos… Puedo leer en su mirada la brujería que la anima y adivino ya el arte de sus conjuros sólo por la manera en que habla y se mueve… Ella era, mi rey, el enemigo al que apuntó con su lanza el talismán.

—Hijo de Abu Ayub —le respondió el soberano—, eres un sabio, puedo dar fe de ello, y además un mago extraordinario… Pero me parece que poco o nada sabes acerca de las mujeres… En este aspecto tan grato de la vida, te digo que no cederé en mis conocimientos y gustos ante hombre alguno… ¡Ni ante el propio y sabio Salomón lo haría, aun y cuando tantas esposas y concubinas tuvo! Esta doncella, puedes estar seguro, no me hará daño alguno; su hermosura merece ser admirada y gustada; ya se deleitan mis ojos en su sola contemplación…

sigue en unas horas... segunda parte y final.-